Ganador del Concurso Relato Breve 2013

La Casa del Té

(de Mª Dolores Haro)

Lunes, 24 de Abril, 2008 (5:58)

El alba se coló traviesa y descarada a través de las vulnerables rendijas de la persiana matrimonial. Apenas eran las 6:00, y la música melodiosa del viejo despertador sonó anunciando la intrusión. Un aviso angelical con tarareo incluido que el marido odiaba resignadamente y que duraba exactamente treinta y cinco terribles segundos. Pero Maribel necesitaba esa música cálida para despegar sus oxidados párpados; la necesitaba porque vacía de todo, con ella, arrancaba el motor que encendía sus pupilas.

Maribel y él, dormían en el mismo colchón, pero no en el mismo lecho, cada uno refugiaba su cuerpo bajo la propia sábana individual; compartían espacio pero no almohada; compartían facturas pero jamás susurros ni caricias. Amanecer a horas diferentes era esencial en la estrategia para mantener la unión matrimonial, ella se levantaba y él seguía durmiendo; sus turnos dispares suavizaban la convivencia. A las 6:10, Maribel encendía el fuego que avivaría el café.

Maribel necesitaba organizar su vida en segundos, que agrupados marcaban los minutos que sucederían las horas necesarias para que el día acabase. Vacía de todo, llenaba su corazón de un tiempo controlado que nadie podría quitarle.

A las 6.54 pasaba justo su tren. En cincuenta y siete minutos alcanzaba la Estación Del Norte, después esperaba tranquila durante treinta y tres segundos el verde del semáforo. Al cruzar chocaba con su oficina, subía los seis pisos a pie y se sentaba ocho minutos antes de su hora en la mesa 17B establecida para ella desde hacía más de tres años. Allí, sentada tecleaba las horas que su convenio de teleoperadora marcaba, fumaba su cigarro de los cinco minutos y comía en la media hora asignada. A las 16:15 cogía de nuevo su tren de vuelta. Sistemático, en la ida leía, a la vuelta colocaba sus cascos y escuchaba una y otra vez, la misma canción que la despertaba. Y cada tarde justo en el minuto veintidós del trayecto, en la cuarta parada, perdía su mirada en la elegante casa que lindaba tras las vías del tren. Siempre, alguna persona sentada cercana a ella descendía en esa parada y se adentraba a través de la puerta abierta de la verja. Durante el resto del trayecto la curiosidad se asomaba como el único sentimiento del día; imaginaba la casa, la vida en ella, sus posibles habitantes, los visitantes curiosos del tren durante exactamente treinta y cinco minutos.

Pasadas las cinco, llegaba a casa. Siguiendo la estrategia, él nunca estaba; solía llegar sigilosamente en la medianoche cuando ella conciliaba perdida ya el sueño. Sus días interminables eran iguales, solo revivía las fantasías con el anhelo de observar durante instantes fugaces la casa y el visitante nuevo de cada tarde. Pero un día ante el aviso de la cuarta parada su cuerpo avanzó como un imán hacia la vieja puerta del tren y descendió en silencio, fijando su mirada en una casa aún más bella de lo que pudo antes ver a través de la opaca ventanilla del tren.

La verja estaba abierta como siempre, entró discretamente empujando la pequeña puerta que alcanzaba apenas su cintura. Cuando entró se encontró por primera vez aquel jardín repleto de plantas aromáticas y flores; escondido ocupaba un diminuto espacio que nunca había visto desde el tren, pero en presencia cobraba magnitud y grandeza. Un camino empedrado y desgastado le llevó a la colonial casa tímidamente coloreada de verde. En la parte frontal dos mecedoras de mimbre observaban como bailaban los rosales con la brisa, a sus espaldas enredaderas de hierbaluisa decoraban el tejadillo de la puerta principal. Rodeó la casa y entonces vio la puerta completamente abierta de la cocina. Fue la primera vez que sintió el aroma inconfundible de su té entremezclado con el aroma del jazmín que de repente engalanaba la verja.

Maribel frenó su cuerpo ante la cocina e intento calcular los segundos que llevaba en aquel jardín, pero no pudo; Sofía interrumpió su pensamiento.

– Pase, no se quede en la puerta- le susurró tiernamente.

Asustada y poco habituada a articular palabra en esas horas estipuladas para viajar en silencio, Maribel, tartamudeó sus disculpas dejándolas caer cada vez más en el silencio de su voz. La mujer le insistió:

– No tenga prisa, ni miedo; pase, le serviré un té caliente, hace mucho frío esta tarde.

-Disculpe, no era mi intención entrar en su propiedad, disculpe, disculpe, me marcho ya…- consiguió decir ella.

– No se preocupe, esta tampoco es mi propiedad. Puede usted sentarse aquí – le dijo dulcemente señalando una preciosa silla de mimbre recostada-, será un placer su compañía.

Así que sin saber porqué, Maribel se sentó contando inconscientemente sus segundos de existencia en aquel lugar: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…; al minuto una taza de delicioso té negro aromatizado con menta estaba entre sus manos.

– Descanse un poco, el té le hará sentir bien- le dijo Sofía mientras preparaba de nuevo otro té.

Sofía tenía unos sesenta años, y un rostro bellísimo dibujado por arrugas perfectamente alineadas; unos ojos negros azabaches quedaban realzados por el moño que coronaba su cabeza. Su rostro altivo e impactante provocaba solo sensación de paz. Los bancos de la cocina estaban desbordados de cacharros, frutas y botes repletos de hierbas; un gran cubo con azúcar moreno se encontraba justo a su lado. Sofía lo señaló indicándole que podía añadir unas cucharaditas al té. Maribel, asintió y sonrió por primera vez en mucho tiempo al meter la diminuta cucharita del té en el gran cubo lleno de azúcar. La sonrisa, la animó a establecer conversación:

– Muchas gracias, está siendo usted muy amable. Disculpe de nuevo, pero he pasado por este lugar mil veces con el tren…

-Siempre hemos estado aquí cariño, era su tiempo para visitarme. Aún no me ha dicho su nombre.

-Sí claro, me llamo Maribel.

-Perfecto, yo soy Sofía – le dijo serenamente.

Después se sentó en un taburete de madera artesanal y vertió su té. Aspiró el vapor que de la taza salía, le añadió unas frescas hojas de hierbabuena, y la miró fijamente esperando solo que Maribel iniciase la verdadera conversación.

Lunes 24 de Abril, 2014 (5:58)

El alba se coló traviesa y descarada a través de las vulnerables rendijas de la persiana matrimonial. Apenas eran las 6:00, y la música melodiosa del viejo despertador sonó anunciando la intrusión. Había odiado demasiado tiempo esa música, ese clásico que invitaba a quedarse sumergido entre las sábanas. Ahora, seis años después de la desaparición de Maribel la melodía se convertía en la única razón para amanecer. Aunque trabajaba en su turno habitual de tarde, amanecía como hacía ella matemáticamente, cuando a las 5:57 sonaba la canción que tanto le encantaba. Ahora bajo su única sábana individual adoraba escucharla e imaginar que ella, seguía a su lado.

Preparaba el café y antes de las 6:54 volvía a dormir soñando que ella marchaba a trabajar. Las horas pasaban para él sin sentido y sin orden, sin ella nada tenía valor para ser contado. Solo escondía en su memoria las 17:12, la hora en la que su tren llegaba.

A esa hora, siempre, le brindaba un homenaje, o enloquecía en desespero y escapando de su eterno turno de tardes, se acercaba hasta la estación esperando que llegase su tren. El mismo tren que siempre la trajo a ella, y que le dio un poco de orden en la sinrazón de sus últimos años.

Maribel dejó de existir muchos años antes de aquel 24 de Abril. Él y ella se habían amado dulcemente desde la juventud más temprana. Tuvieron claro que eran dos, y ya jamás uno. Se amaron como si la vida pudiese escaparse. Apasionadamente amanecían, intercambiando la energía que necesitaban para seguir soñando todo el día. Ella con él, él con ella.

Pero ella cambió. Su mirada se perdió en un vacío que solo recuperaba en contadas ocasiones. Primero, empezó a ordenar meticulosamente todas las cosas que existiesen en la casa. Todas las tardes, después de las cinco, desordenaba y ordenaba de nuevo todo: libros, conservas, cartas, muebles, facturas. Agotada, por la noche, dormía profundamente sin que él la pudiese despertar. Dejó de amarlo al alba y cambió su placer por escuchar incansablemente la melodía del viejo despertador.

Su amado se había convertido en ladrón, obsesionada con que él robaba su tiempo, inició a contarlo minuciosamente. Todos sus segundos quería controlarlos. Estaba obsesionada con que un grupo organizado robaba el tiempo de los demás, sospechaba enloquecida que su amado, ahora pertenecía a él. Incontables veces le contó su angustia, pero él jamás la creyó. Con los resquicios aún vivos de su amor, decidió compaginar el recuerdo de su pasado con la nueva locura que marcaba su mujer. Era la única manera de vivir aún junto a ella. Así, despertaba día tras día con la odiada melodía y por la noche la miraba durante indeterminadas horas hasta que caía en el sueño profundo.

Por eso aquel 24 de Abril del 2008, cuando llegó a casa y no la encontró, supo que el tiempo se había parado. Seis años después, no había rastro de ella. Quizás, como dijo el titular del diario del día después, era la mujer que se sumergió en el lago posterior de la gran casa colonial de la cuarta parada y que jamás apareció. Quizás, había huido de toda amenaza y tranquila, escondida en algún lugar, ya no contaba los segundos que él le podía robar.

Mª Dolores Haro

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2014 – Té para un dragón, de Caterina Peris.

2012 – Te de Nadal, de Mariló Àlvarez.

2011 – Té para un moribundo, de David Valero.