Ganador del Concurso Relato Breve 2019

Casas Viejas

(Víctor Martínez Bevià)

―Entonces, ¿Cuándo te vendrás al complejo?
―Ya sabes que no voy a venir, Eusebio.
―¡Mira que eres cabezota, Carlota! Aquí tenemos todo lo que necesitamos. Supermercados, tiendas, ambulatorio… ¡Incluso una valla protectora!
―¡Ni valla, ni vallo! ¡A mí nadie me dice dónde tengo que vivir!
―Pero Carlota, tienes ochenta y tres años, ¿cómo vas a…
―Ya me apañaré. Como me he apañado toda la vida.
Una pequeña furgoneta la transportó del complejo residencial a la entrada del pueblo.
Desde hacía tiempo la renqueante furgoneta del hijo de una prima suya era el único medio de transporte disponible; dos veces por semana la recogía en la entrada, la llevaba al complejo para que pudiese hacer la compra y la traía de vuelta. Cuando llegaron a la entrada del pueblo, Carlota bajó del vehículo y miró con tristeza el olmo que presidía el jardín de la ermita del pueblo. Mostraba signos de enfermedad y no tardaría mucho en morir y secarse.
Como el pueblo. Como ella. El conductor de la furgoneta esperó a que bajara y descargara la compra y arrancó marchándose sin siquiera despedirse.
Soltando un suspiro, cargó con las bolsas llenas de comida y emprendió el camino a casa. Las calles estaban desiertas y el único movimiento era el de los papeles arrastrados por el viento. La suciedad abundaba pero era normal dado que el pueblo se había ido deshabitando a lo largo de la última década. Carlota aún recordaba el día en que su hermano Eusebio se mudó al complejo residencial recién construido:
»―Te lo dije ayer, Carlota. Me mudo.
»―Creía que al final no ibas a hacerlo.
»―¿Por qué? ¿Por qué no iba a hacerlo? Allí tienen todo lo que pueda necesitar.
»―Todo no.
»―¡Sí, todo! No hay nada que me ate aquí.
»―Sí que lo hay.
»―¡Que no, Carlota! Que no todos somos como tú. Tú y tus tazas de té. No sabemos cómo lo haces, pero nosotros no podemos. La gente no puede vivir con miedo, y ya se han ido casi todos. Hoy me toca a mí.
»―¿Y qué pensaría de esto Amparo?
»―Amparo hubiera querido que siguiera con mi vida. Que fuera feliz.
»―Huir no te va a hacer feliz ―dijo Carlota.
»―Por lo menos hará que pueda dormir por las noches.
Carlota se encontró mirando una de las fuentes del pueblo, ensimismada. Pronto se haría de noche, así que reanudó el camino con un quejido. A su paso, ventanas a medio abrir golpeaban su marco ligeramente al ser empujadas por viento y retenidas por el visillo, como si las casas soltaran sus últimos latidos. El pueblo se moría sin gente que lo habitara. «La gente no quiere casas viejas», se dijo Carlota. «No quiere tener que ocuparse de ellas, mantenerlas. Prefiere construir un bloque de hormigón, ponerle una cama y llamarlo casa.
Pero eso no es una casa».
Le apenaba el continuo deterioro del pueblo, pero si había una regla en todo este asunto era el no entrar en casa ajena. Como si los gritos que se escuchaban dentro de las casas deshabitadas no fuesen suficientemente disuasorios, Carlota sentía sobre su nuca la atención de una multitud de ojos. Los Entes, los llamaban. Su hijo había venido a ayudar el día que Eusebio se mudó, y le habló de ellos:
»―Madre, ¿Por qué no hace como el tío Eusebio y se va usted también?.
»―Sabes perfectamente por qué.
»―No, madre, no lo sé. Además, no es solo la cuestión de los Entes. ¿Qué pasará si viene alguien a robar aprovechando que no hay nadie en el pueblo? ¿Sacará la escopeta?
»―Pues mira, si es necesario sí.
»―Madre, le prometo que no lo entiendo y menos tratándose de esta casa, que se cae a trozos. Le han ofrecido una casa de construcción nueva en el complejo residencial. Nadie ha muerto allí por lo que no tendrá ningún problema. No habrá Entes ¿Por qué no se marcha?
Su hijo murió dos años después, en la ciudad. Ojalá hubiese muerto en casa.
Al llegar a la plaza mayor del pueblo, se permitió descansar un poco en un banco. Esa plaza la había visto crecer. Era una plaza rectangular, con la iglesia a un lado y el ayuntamiento al otro. Había pasado incontables tardes jugando a la pelota y huyendo en cuanto aparecía el cura para que no les hiciese limpiar la iglesia. Había reído, reñido, y querido entre esas fincas. Fue en esa plaza donde celebró su mayoría de edad con Genaro, el de la Jacinta:
»―No está mal este té, ¿no?
»―No está mal, no está mal ―concedió ella.
»―Té verde sencha, dicen que se llama. Es toda una novedad en la tienda de ultramarinos.
»―¿Y de donde has sacado el dinero?
»―Nos lo ha dado el alcalde, un añadido por portarnos bien en las procesiones.
»―Sí que es verdad que os he visto aburridos a los quintos este año ―dijo Carlota juguetonamente.
»―¿Aburridos? ¡Responsables! Además, he visto a tu padre bien atento.
»―¿Mi padre? ¿Y qué más dará mi padre?
Años después la iglesia los esperaba:
»―¿Segura? Mira que aún te puedes escapar.
»―La verdad es que no estoy del todo segura, pero no tengo nada que hacer esta tarde.
Esto servirá.
»―Gracias, gracias. Intentaré que por lo menos sea llevadero.
»―¿Llevadero? ―preguntó Carlota―. Me interesaría algo más excitante. ¿Puedo cambiar de opinión todavía?
»―Me temo que no. Por ahí viene tu madre y no creo que le siente bien que al final no te cases conmigo. Además, piensa en todos los invitados ―dijo Genaro con una sonrisa.
»―Tienes razón. Lo haremos por los invitados ―contestó Carlota riendo entre dientes―.
Casémonos.
El camino de la plaza a su casa era corto pero empinado y tuvo que hacer dos paradas más, una en el lavadero y otra en la antigua biblioteca. En cada parada pensó en cuánta vida tenían esos espacios, y lo que tardaría en derrumbarse por la falta de mantenimiento. ¿Cómo podía abandonar la gente la tierra que los vio crecer? ¿Cómo eran capaces de negar una parte de lo que ellos eran? Tantos años de trabajar juntos, creando una comunidad, mejorando el pueblo. ¿Y cambiarlo todo por qué? ¿Por casas prefabricadas dentro de un cercado?
Llegó por fin a su calle. En cierto modo la llenaba de orgullo que su calle hubiese sido de las últimas en vaciarse. Estuvo a punto de convencer a bastantes personas para quedarse, pero al final no pudieron soportarlo y se quedó ella sola en su casa. Los Entes los echaron. Dejó las bolsas en el suelo y sacó la llave. Abrió y entró empujando la puerta ligeramente con el pie, notando de inmediato el frío. Su casa tenía la planta baja parcialmente enterrada para mantener fresco el comedor en verano. Desde hace muchos años que no podía mirar el comedor sin pensar en aquel camastro que tuvieron que habilitar durante los últimos meses de Genaro:
»―Cariño, creo que es hora.
»―Ay Genaro, no me digas eso ―dijo Carlota sollozando―. El médico dijo que te podrías poner bien.
»―Creo que el médico era muy optimista. No te preocupes, que me llevo lo mejor. Todas esas tardes viendo películas contigo con una taza de té bien caliente. No estés triste, que yo no lo estoy.
Carlota estuvo triste.
El gato estaba fuera de casa, lo que indicaba que él ya había llegado. Le estaría esperando, y ella por ahí en vez de en casa. Abrió la puerta del comedor, y el quejido sordo que se escuchaba desde la calle se tornó en una cacofonía de gritos y lamentos. Un viento sin origen azotaba los objetos de la casa haciendo golpear los batientes de las ventanas.
Carlota bajó la vista rápidamente, se ató bien el pañuelo que llevaba en la cabeza y avanzó hacia la cocina.
Dejó la compra y puso agua en un cazo intentando no mirar hacia el comedor, y en cuanto el agua rompió a hervir la puso en la tetera donde esperaba el sencha que guardaba en un bote de vidrio pequeño. Los gritos arañaban sus oídos, amenazando con dejarla sorda, el viento no paraba de zarandearla. Un jarrón cayó de la mesita del comedor y Carlota no pudo evitar girarse. En medio de la sala había un monstruo palpitante, una masa informe en la superficie de la cual bocas y brazos pugnaban por el contacto con el exterior. Se movía de un lado a otro sin poder salir del comedor, gritando por las bocas en contacto con el exterior.
Las bocas aparecían y desaparecían y ninguna era igual: algunas tenían colmillos, otras parecían de niños humanos y otras mezclaban dientes sin orden aparente. Un escalofrío recorrió el espinazo de Carlota. Al final de cada brazo había un ojo pulsante, que la seguía fijamente sin importar el movimiento del monstruo. «Unos minutos más», se dijo Carlota. El Ente se intentaba abrir camino en su cabeza. Le hacía ver a Carlota un negativo de la realidad, con los colores saturados. La casa estaba llena de gente muriendo, bocas en vez de ojos, gritando todos al unísono. Cerró los ojos y aguantó un minuto como pudo. Se sirvió el té con un colador y tomó un sorbo. Al poco rato otro. Y otro más. Los gritos disminuyeron, la realidad se asentó.
Carlota siguió bebiendo el té mientras colocaba la compra que había traído del complejo residencial. Cuando estaba todo recogido, se desató el pañuelo de la cabeza, sirvió otra taza de té, se arregló el peinado y se dirigió al comedor, donde en vez del monstruo le esperaba un hombre viejo pero todavía apuesto, con una sonrisa a la que Carlota no se podía resistir.
―Hola Carlota.
―Genaro.
―Estás tan guapa como el día en el que nos casamos.
―Zalamero.
―¿Esa taza de té es para mí?
―Sabes que sí ―dijo ella encendiendo el televisor―. Bueno, ¿Qué quieres ver hoy? Creo que ponen una de vaqueros.

Víctor Martínez Bevià


Relatos Breves Ganadores de Ediciones anteriores:

2018 – El Té Cósmico, de Caterina Peris.

2017 – Té Eterno, de Irina Montero.

2016 – Toma…te, de Esther Domingo Soto.

2015 – Visitantes Nocturnos, de María José Ceruti.

2014 – Té para un Dragón, de Caterina Peris.

2013 – La Casa del Té, de Mª Dolores Haro.

2012 – Te de Nadal, de Mariló Àlvarez.

2011 – Té para un moribundo, de David Valero.